Capitalismo

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El capitalismo es un modelo económico y que se basa en la propiedad privada de los medios de producción y la libre competencia en la oferta de servicios. Por su funcionamiento, consecuencias e influencia en la sociedad ha sido motivo habitual de crítica en la ciencia ficción.

Características teóricas:

Propiedad de los medios de producción:

Los medios de producción son los recursos económicos que se utilizan para producir bienes y servicios. Son todas aquellas herramientas, maquinarias, instalaciones, materias primas, tecnología y conocimientos necesarios para transformar los recursos naturales en productos finales que satisfacen las necesidades humanas.

El capitalismo defiende la propiedad privada de los medios de producción. Contrario a lo que se suele asumir, no es el único sistema económico y social que defiende la propiedad privada. El comunismo, aunque rechaza la propiedad privada de los medios de producción, no niega la propiedad personal de bienes de consumo.

Otros sistemas, como el socialismo de mercado, también contemplan la propiedad privada de parte de los medios de producción, en función del grado de intervención estatal que postulen. En el feudalismo, por su parte, la tierra era el principal medio de producción y fuente de riqueza. Los señores feudales poseían vastas extensiones de tierra, lo que les otorgaba un control significativo sobre los recursos y la producción.

Mercado libre:

En el capitalismo ideal las decisiones económicas se toman en un mercado libre, donde la oferta y la demanda determinan los precios de bienes y servicios, sin intervención significativa del Estado u otros agentes externos. En este mercado funciona mediante la libre competencia, con un gran número de compradores y vendedores, ninguno de los cuales tiene un poder suficiente para influir significativamente en los precios.

En este tipo de mercado, además, todos los participantes tienen acceso a la misma información sobre precios, calidad de los productos y condiciones del mercado. Es decir, la información es perfecta.

Siendo estas las dos características más notables, el mercado libre sostiene además que los factores de producción (tierra, trabajo, capital) deben poder moverse libremente entre diferentes usos y ubicaciones con ausencia de restricciones al comercio entre diferentes países o regiones.

Por ello, los defensores del mercado libre defienden con ardor el mínimo intervencionismo estatal, ya que atentaría contra la libre competencia e impone importantes barreras al comercio.

Búsqueda de beneficios:

El motor de la economía es la búsqueda de beneficios por parte de todos los participantes. Las empresas y los individuos aspiran a maximizar sus ganancias y esta dinámica, inherente al sistema, impulsa una serie de procesos y comportamientos que configuran el panorama económico y social.

De nuevo en teoría, esto debería ser un incentivo para la eficiencia en las empresas, para reducir costes e innovar frente a la competencia. En consecuencia, esto debería llevar a una oferta más amplia con precios más bajos, lo que beneficiaría al consumidor. Paradigmáticamente, los recursos escasos se asignarían a los sectores donde la demanda es mayor para obtener mayores beneficios. Para no descolgarse de los competidores la ganancias empresariales se reinvertirían en el desarrollo y crecimiento de las propias empresas, expandiendo la economía en una especie de guerra comercial por la excelencia.

Sin embargo, esta dinámica tiene efectos que entran en conflicto con la asumida eficiencia, así como con algunos de los principios del libre mercado, como se comprueba cuando el modelo capitalista se implementa realmente en la economía.

El capitalismo real:

En el capitalismo productivo inicial, los capitalistas son los propietarios del capital, el dinero con el que compran maquinaria, materias primas y fuerza de trabajo (física o intelectual, en el caso de los trabajadores cualificados) de las clases trabajadoras, que venden su tiempo, fuerza física o conocimiento (y, a veces, su salud) a cambio de un salario. El esfuerzo de los trabajadores, mediante los medios de producción propiedad del capitalista, crea la riqueza, cuya venta cubre los gastos (materia prima, amortización de la maquinaria, salarios...) y genera una plusvalía que es el beneficio del que se apropia el capitalista.

Este modo de funcionamiento lleva, inevitablemente, a la concentración de capital: las economías de escala hacen que las empresas más grandes obtengan mayores beneficios, lo que les permite inversiones que mejoran su eficiencia y aumenten sus beneficios, permitiéndoles nuevas inversiones y crecimiento. Así, la economía de escala es el motor que hace crecer a las empresas absorbiendo el mercado de sus competidores. El mismo tamaño necesario para competir es una barrera a la entrada de nuevos competidores, por lo que el sistema desemboca inevitablemente en monopolios, salvo intervención estatal. Las disrupciones que permitan la apertura de nuevos mercados son raras y serán también aprovechadas principalmente por quienes tengan capital para invertir en ellas, con lo que el capitalismo evoluciona a una estratificación social donde el poder reside en las élites capitalistas. Esto vulnera los principios del mercado libre, ya que un reducido número de operadores retiene suficiente poder como para influir en los precios, con posibilidades de ahogar a la competencia con menos recursos mediante técnicas como el dumping. La desigualdades de poder entre el estamento capitalista y el asalariado también vulnera este principio, especialmente cuando el poder económico va asociado a poder político, mediático e incluso militar. Diversos mecanismos se han tratado de implementar para corregir estas desviaciones, las mayoría de las cuales son rechazadas por los ultraliberales por considerarlas intervencionistas.

En este capitalismo productivo, orientado al suministro de bienes y servicios, se suele asumir que la búsqueda de beneficios mediante la ampliación de la cuota de mercado conduce a una carrera por la competitividad. Sin embargo suele ser corriente que los participantes lleguen a acuerdos de no agresión, pactando precios, lo que detiene la mejora de productos y servicios y extrae riqueza adicional del consumidor sin contraprestación.

El principio de igual acceso a la información resulta ser también una premisa ideal muy alejada de la realidad del mercado, donde la información es un bien esencial. Esta defecto del sistema siempre ha existido pero que es especialmente evidente en la actual sociedad de la información. En su caso más extremo, el tráfico con información privilegiada suele considerarse un delito, aunque con muy poco frecuencia afecta negativamente a las empresas que lo practican y son descubiertas. Pero en su concepción más sencilla, el hecho de que no puede existir un acceso perfecto a la información por parte de todos los contendientes vuelve a derivar en desequilibrios negociadores tanto entre homólogos competidores como entre asalariado y patrón. Obreros incultos serán más fáciles de manipular y engañar, al igual que el manejo adecuado de la información puede inducir a los competidores a errores de apreciación que les lleve a malgastar recursos (desmintiendo la eficiencia del sistema). O, peor aún, el control de la información que no se da a conocer al consumidor de manera deliberada, o la manipulación de la información recibida, puede conducir a verdaderas catástrofes, como son los lamentables ejemplos de la industria petrolera y el plomo en la gasolina, la industria tabacalera y su relación con el cáncer, la industria petrolera y la influencia del CO2 en el calentamiento global...

Otro efecto indeseado pero frecuente en el capitalismo productivo actual es la externalización de los costes de producción, donde las empresas trasladan los costes asociados a ciertas actividades a un tercero en lugar de asumirlos internamente. En general, esto parece una buena idea, ya que permite la especialización y aporta flexibilidad. Sin embargo, también conlleva inconvenientes, como disminuciones del control de la calidad, problemas de comunicación (atentando de nuevo contra uno de los principios de libre mercado) y, especialmente, un elevado impacto social y ambiental, ya que dos de las principales externalizaciones son la contaminación (otro se encarga de arreglar los desperfectos ambientales que genera la empresa) y la mano de obra (lo que conduce a explotación).

El capitalismo productivo evoluciona a capitalismo financiero cuando el mismo dinero es un producto que puede ser vendido en préstamos; también las empresas se convierten en productos: su valor económico puede ser medido por el de los medios materiales que las integran, sus activos financieros, el valor de sus ventas... Sus propietarios pueden ofrecer la participación en los beneficios a quienes compren participaciones de las empresas, participaciones que pueden ser empaquetadas y vendidas... de forma que se crea un mercado de productos financieros: participaciones en fondos de activos de empresas... que no necesariamente producen riqueza real y pueden dedicarse a la venta y negocio de otros productos financieros.

Al final, el capital es manejado por un grupo reducido de personas que lo acumulan y comercian con productos muy alejados de la creación de riqueza real y cuya única motivación es el mayor enriquecimiento posible en el mínimo tiempo posible, lo que inevitablemente (una vez más) lleva a la explotación de los trabajadores y a esquilmar los recursos del entorno despreocupándose del efecto de los residuos en el medio ambiente (el daño ecológico sólo puede ser evitado mediante intervención estatal, pues el tratamiento de los residuos contaminantes rara vez produce beneficios).

El capitalismo en la ciencia ficción:

Primeros ejemplos de crítica:

Aunque muchas veces se asume erróneamente que la ciencia ficción es un género orientado a realizar predicciones sobre el futuro, en realidad sus posibilidades para la fábula moral lo hicieron un vehículo idóneo para la crítica social, superando y sustituyendo con frecuencia a la sátira. Por tanto, no es nada sorprendente que, ya desde las postrimerías del siglo XIX podamos encontrar obras de ciencia ficción con elementos abiertamente críticos con el modelo capitalista.

H.G. Wells fue un socialista convencido y sus novelas, disfrazadas de especulaciones sobre el futuro, eran vehículos para expresar sus inquietudes sociales y políticas. Al igual que muchos otros intelectuales de su época, Wells abogaba por reformas radicales, si bien sus relatos estaban -al menos al principio- imbuidos de un fuerte optimismo en el progreso y en la ciencia. El ejemplo más evidente lo tenemos en La máquina del tiempo (1895). A través de la dicotomía entre los Eloi y los Morlocks, Wells presenta una alegoría de la lucha de clases, muy marcadas en la sociedad victoriana de su tiempo. El aspecto monstruoso de los últimos representa la deshumanización de la clase trabajadora en el sistema capitalista, donde son considerados recursos no diferentes a animales. Los Eloi, por contra, bellos y delicados, son también inútiles, herederos de los antiguos dueños de los medios de producción que viven del esfuerzo ajeno.

En Cuando el dormido despierte (1899), Wells profundiza en esta idea del peligro, inherente al sistema, de que unos pocos hagan tal acumulación de riqueza que instauren una dictadura de facto, donde el poder económico lleva al poder mediático, al poder político e incluso al poder militar. Frente a ello, solo cabe una revolución violenta.

El principio del siglo XX en Europa presenta un punto de inflexión en la deriva del capitalismo productivo, asociado a las prácticas extractivistas del imperialismo. Pese al enorme crecimiento económico que se experimentaba, las diferencias sociales se habían acentuado hasta el punto de que la mayoría de la masa trabajadora vivía en una semi-esclavitud y una precariedad absoluta, por lo que no es de extrañar que el naciente género de la ciencia ficción se sumara a la avalancha de críticas al capitalismo. Un ejemplo curioso es el de la novela Estrella roja (1908), escrita por Alexander Bogdánov poco antes de la revolución rusa, donde el intelectual ruso propone una utopía socialista que implícitamente critica los fallos capitalistas.

El checo Karel Capek fue otro escritor influenciado por las convulsiones sociales y políticas de principios del siglo XX que empleó la ciencia ficción como un vehículo para expresar sus inquietudes, en especial en torno a las problemáticas del capitalismo industrial. En R.U.R. (Robots Universales de Rossum) (1920) Capek imagina la creación de una raza de esclavos trabajadores, los robots (máquinas, pero capaces de sentir), que se revelan, en una clara alegoría de la explotación de la clase trabajadora y de las revoluciones violentas que se propugnaban. La obra de teatro expone los peligros de la deshumanización del trabajo, pero también describe una sociedad obsesionada con la producción y el consumo. Capek denuncia esta ilusión de progreso: La empresa de Rossum, motivada únicamente por el lucro, crea a los robots sin considerar las consecuencias de sus acciones; parece que la economía de escala y los avances tecnológicos pueden conducir a la liberación del ser humano, pero en realidad lo llevan al desastre.

Capek era un humanista, creía en la importancia de la solidaridad y la justicia social. De nuevo en La guerra de las salamandras (1936) encontramos el mismo tema de la esclavitud, en este caso de las salamandras, destinadas a trabajos pesados como si fueran recursos materiales en lugar de seres sintientes, en alusión a las condiciones laborales de los trabajadores de la época. Además, la creciente riqueza generada por el trabajo de las salamandras no se distribuye de manera equitativa, sino que se concentra en manos de unos pocos, que acumulan poder. La demanda siempre creciente de los productos generados por las salamandras desata la avaricia de los dueños, quienes implantan una obsolescencia programada para hacer crecer la demanda aún más, mientras que el control de los medios de comunicación permite manipular la opinión pública para justificar las acciones de los poderosos... Los temas que entrelaza Capek evidencian que la élite literaria conocía muy bien los problemas del capitalismo.

De la misma época es Metrópolis de Thea von Harbou (1926) y en su adaptación cinematográfica realizada por Fritz Lang (1927), donde son temas principales la rebelión de los esclavos trabajadores frente a las élites y la manipulación de los primeros. Al igual que las obras anteriormente mencionadas, Metrópolis es una crítica al capitalismo industrial y en especial a la separación dicotómica entre el trabajo físico y embrutecedor, alienante, y el trabajo intelectual de las élites ociosas que viven esencialmente de las rentas.

La amenaza de que las revoluciones socialistas se extendieran por Europa llevó a los gobiernos a legislar socialmente para apaciguar a la clase proletaria. Durante décadas la paz social llevó a que las obras de crítica al capitalismo perdieran relevancia, hasta las crisis de los años setenta y la implantación de políticas liberales que desmantelaron el estado del bienestar.

Ciberpunk y distopías:

Los años setenta fueron una época de crisis económica en occidente y, especialmente en Estados Unidos. Gobiernos supuestamente progresistas como los de Jimmy Carter (1977-1981) iniciaron una serie de recortes sociales que se acentuarían más tarde con políticas abiertamente liberales como las de Reagan (1981-1989) en Estados Unidos, cuyo ejemplo arrastraría a otras economías por el mismo camino, como ocurrió en el Reino Unido con el largo mandato de Margaret Thatcher (1979-1990). Sus políticas se centraron en la reducción de los impuestos especialmente a las grandes fortunas y compañías, la desregularización de sectores productivos y la reducción del gasto en programas sociales, puntos que perseguían, en teoría, aproximarse al ideal de mercado libre del sistema capitalista. Estas medidas dispararon las desigualdades sociales, preparando el surgimiento de un nuevo movimiento muy crítico con el capitalismo, el ciberpunk, especialmente atento a la concentración de poder en las grandes corporaciones y la pérdida de la capacidad reguladora del estado.

A principios de la década de los años ochenta aparecen obras esenciales ciberpunk, como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Neuromante (William Gibson, 1984), Robocop (Paul Verhoeven, 1987), Max Headroom (1987)... muy influyentes en la ciencia ficción posterior y en la sociedad en general. Pero la erosión social había sido progresiva durante las décadas anteriores, tras el breve triunfo de los movimientos sociales de la primera mitad del siglo XX. Así, es posible rastrear numerosas obras precursoras del movimiento ciberpunk en los años sesenta, como las de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, 1968; Ubik, 1969) o Norman Spinrad (Incordie a Jack Barron, 1967) en las que se señala el creciente poder de las grandes compañías, cómo la banalización del consumo está llevando a una sobreexplotación de los recursos, o la manipulación de los medios de comunicación como estrategia de márquetin.

El ciberpunk seguiría produciendo obras notables durante los años noventa y principios del siglo XX, como Snow Crash (Neal Stephenson, 1992) que muestra un futuro donde el gobierno ha colapsado y las corporaciones controlan todo, desde la seguridad hasta la infraestructura. O las novelas de Richard Morgan como Carbono alterado (2002) o Leyes de mercado (2005). Pero este subgénero estaba experimentado ya un cierto declive, repitiendo tropos y lastrando el interés de muchos receptores, que empezaron a buscar visiones más positivas y esperanzadoras, alternativas no solo al ciberpunk como género, sino a la propia visión distópica del futuro que vaticinaba.

Por supuesto, la necesidad de plasmar y alertar sobre distopías derivadas de la depredación capitalista no desaparece. La explotación incontrolada de recursos para producir bienes de consumo, factor determinante en la crisis climática, es el tema de las distopías medioambientales. Por ejemplo, en los años noventa, Octavia E. Butler imaginaba en La parábola del sembrador (1993) un futuro arrasado por el cambio climático en el que las corporaciones tienen un poder enorme que señala una deriva hacia un nuevo feudalismo, las desigualdades sociales se agravan y la autodenominada clase media resiste apenas un instante antes del colapso del estado.

Un tema similar aborda Margaret Atwood en Oryx y Crake (2003), donde la distopías se desencadena por la irresponsabilidad del capitalismo al explotar la biotecnología. El cambio climático o los desastres producidos por la explotación de la ingeniería genética de manera imprudente es también el tema de gran parte de la obra de Paolo Bacigalupi, como La chica mecánica (2009) o Cuchillo de agua (2015).

Aún así, junto a esta corriente distópica, como reacción, comenzó a surgir otra que, sin negar el difícil panorama que se nos presenta, fuese capaz, sin embargo, de proponer alternativas de futuro.

El estudio de las alternativas:

El postciberpunk y especialmente el hopepunk son algunas de las manifestaciones culturales de esta reacción al pesimismo que alertaba del deterioro social y medioambiental derivado de un capitalismo sin restricciones; pero lo cierto es que la ciencia ficción ha sido fértil en plantear alternativas políticas, sociales y económicas y en compararlas con la realidad.

Toda la serie del ciclo de Hainish de Ursula K. Le Guin es un claro ejemplo de esto, donde cada novela propone un modelo social diferente, desafiante. Aunque no tiene por qué suponer una crítica al capitalismo, la manera que tiene el Ekumen de establecer sus lazos es en sí misma una crítica a algunos aspectos capitalistas. En especial, a la idea de que la competición es el mejor camino para el desarrollo y el bienestar global. Le Guin imagina una unión de mundos que se benefician mutuamente al compartir libremente el conocimiento. Esto no es una crítica a todo el sistema, por supuesto, apenas lo es a aquellas versiones del mismo en las que el conocimiento es controlado como un bien de mercado (fundamento de la idea de patente, por ejemplo); y además habría que tener en cuenta que la dificultad para establecer rutas comerciales entre planetas tan alejados impide plantear entre los mismos un mercado en el que los factores de producción puedan moverse libremente, una de las premisas liberales. Pero la idea del postcapitalismo permea todo el ciclo, ya desde sus inicios con Los desposeídos (1974), donde Le Guin compara dos sociedades, una capitalista y otra anarquista, siendo la segunda la que aporta progreso y justicia. La búsqueda, preservación y celebración de la diversidad que rigen los principios del Ekumen suponen en sí mismos una importante cortapisa al capitalismo: La economía de escala, la tendencia a los monopolios, la pulsión por eliminar la competencia, derivan en un empobrecimiento cultural de facto que Le Guin denuncia como una amenaza no sólo a la calidad de vida sino a la misma supervivencia. Es más, los mundos más desarrollados en el ciclo de Hainish no sólo han alcanzado un enorme control de la ciencia y la tecnología, sino que han evolucionado hacia sociedades donde la presión económica no es nunca determinante en el futuro de ningún individuo.

Es esta una idea socialista que comparte con la saga de Star Trek. Las premisas originales de la serie establecen que una abundancia de recursos ha subvertido la economía: existe energía ilimitada y casi gratuita, lo que -junto con la invención del replicador, capaz de crear materia a partir de energía- ha hecho que la competencia por los recursos carezca de sentido. Además, los valores de la Federación, de igualdad y respecto, se contraponen a los más individualistas del capitalismo; y el sistema político, de nuevo, aboga por la cooperación antes que por la competencia. Tampoco se puede dejar de hacer notar que, en diversos capítulos de la serie hacen alusión al colapso social y económico que tendría lugar (futuro por entonces) durante los inicios del siglo XXI, y que conducirían a una tercera guerra mundial.

Más cercano en el tiempo, tenemos el ejemplo de Kim Stanley Robinson, un autor que se ha mostrado muy prolífico en imaginar futuros en los que el capitalismo es superado. Robinson se suele situar en un futuro cercano en el que la crisis climática, desatada por las ineficientes políticas capitalistas, ha obligado a modificar el sistema por pura supervivencia, reduciendo la economía basada en el consumo y reforzando la protección al medio ambiente, imaginando sociedades más sostenibles y equitativas. En su obra seminal, la Trilogía de Marte (1992-1996), Robinson nos muestra que para que la reducida colonia marciana pueda sobrevivir en un entorno tan hostil la economía debe ser, por necesidad, cuidadosamente planificada y colaborativa, y la sostenibilidad debe primar por encima del consumo. El Marte de Robinson puede considerarse una reducción al extremo del paradigma del problema del crecimiento y desarrollo en un entorno de recursos finitos, como es la Tierra. Pero en obras posteriores, con mucha frecuencia, Robinson no ha sido tan tímido al exponer su crítica: New York 2140 (2018) está ambientada en una Nueva York parcialmente sumergida debido al cambio climático, por ejemplo; y en 2312 (2013) la humanidad ha colonizado el sistema solar, cuestionando las dinámicas capitalistas que podrían surgir en una sociedad interplanetaria y abordando el problema de la sostenibilidad y la justicia social.

China Miéville es un autor con una sólida formación en antropología y con un doctorado en economía con una tesis sobre marxismo y leyes internacionales, no es sorprendente, por lo tanto, que muchas de sus obras estén permeadas por una cierta filosofía antisistema. Una de sus obras más aclamadas, La estación de la calle perdido (2000), presenta una ciudad industrial distópica donde el capitalismo salvaje y la explotación laboral crean un entorno de desigualdad y opresión. O, por poner otro ejemplo, en La ciudad y la ciudad (2009) explora dos ciudades coexistentes con economías divergentes, destacando la segregación y desigualdad que el capitalismo puede exacerbar en sociedades urbanas complejas.

La crisis económica global de 2008, causada esencialmente por la desregulación del capitalismo financiero, animó a diversos intelectuales a plasmar ensayos muy críticos con el modelo económico que nos ha llevado a este punto, y los dos autores mencionados son solo una muestra de los más relevantes que se han hecho eco de este sentir.

Obras libertarias y obras liberales:

La confusión entre los términos libertario y liberal ha solido ser objeto de agrias discusiones y, con frecuencia, los defensores del capitalismo han tratado extrapolar a partir del concepto de mercado libre para apropiarse con pretendida exclusividad de algunas de sus características.

Un libertario es partidario de la abolición total del estado, dejando que la sociedad se gestione a sí misma. En base a esto, muchos autores han querido asociar libertarismo y capitalismo, por la defensa que hace el segundo de la mínima intervención del estado en un mercado que, según sus postulados, alcanza así su máxima eficiencia, como si lo manejara una "mano invisible". Es el caso de lo imaginado por Robert A. Heinlein en La Luna es una cruel amante (1965), donde la sociedad lunar, sin estado ni leyes, se autorregula en base el interés particular y el individualismo, generando riqueza que beneficia al conjunto. La obra de Heinlein sería un destacado exponente de lo que se podría denominar anarcocapitalismo. Sin embargo, algunos de los autores críticos con el capitalismo antes mencionados suelen considerarse también libertarios porque abogan por una mayor libertad social en la que se abraza la diversidad, y han logrado imaginar sociedades libertarias no capitalistas. Ursula K. Le Guin se consideraba anarquista e imaginaba sociedades autogestionadas y China Miéville, igualmente, incorpora elementos anarquistas a sus obras. Estos autores podrían englobarse dentro de las ideologías social-anarquistas, y sus propuestas describen sociedades en las que las decisiones se toman de manera horizontal, consensuada y en las que cabe incluso una economía de mercado, pero en la que los medios de producción suelen ser gestionados de manera más o menos colectiva.

La influyente obra de Ayn Rand se sitúa en el entorno del anarcocapitalismo. En El manantial (1943) hace una defensa a ultranza del individualismo y del egoísmo personal como motor de todo logro humano, mientras que el colectivismo y el altruismo son lacras, enemigos de la libertad individual. Esta novela es casi una biblia para los defensores más extremos del sistema económico liberal, quienes sostienen que sus preceptos emanan de derechos fundamentales como la libertad individual, y han tratado de demostrar que ésta solo es posible a través de la propiedad privada irrestricta. En La rebelión de Atlas (1957) Rand continuaría explorando estas ideas, proponiendo una sociedad utópica basada en los principios del individualismo a ultranza y el egoísmo racional. La novela es una defensa apasionada del capitalismo laissez-faire, es decir, un sistema económico sin intervención estatal, el único sistema que, según sus defensores, permite la máxima libertad individual y la mayor prosperidad.

En resumen, las premisas del capitalismo liberal han dado pie a que algunos autores hicieran apología de este sistema filosófico y económico imaginando sociedades que, si bien distan de ser utópicas, sí es cierto que colocan la libertad individual como piedra angular de la esencia del ser humano.

Enfrente de estas visiones, ha habido una amplio abanico de detractores que han querido imaginar otras posibles sociedades bajo la premisa de que el ser humano encontraría mayor felicidad y progreso en la colaboración. Y aún, un enorme grupo de autores ha atacado directamente los fallos del sistema capitalista, especialmente la reducción de la libertad en el desequilibrio de poderes que crea y la merma del bienestar general derivado de los efectos negativos de consumismo, como la degradación ambiental o la pérdida de la diversidad social y biológica.