Manipulación de la voluntad

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La manipulación de la voluntad o telebulia fue un tema habitual en la ciencia ficción, especialmente en la de los años '50.

La palabra telebulia, del griego "tele" (lejos) y "bule" (voluntad), denomina a la sugestión telepática en la que la voluntad del manipulador modifica la voluntad del sujeto manipulado y determina en alguna medida su comportamiento e incluso sentimiento.

El poder sobre la voluntad ajena fue un tópico muy representativo de cierta época dentro de la ciencia ficción. Al calor de las narraciones de mutantes con poderes extraordinarios, el control sobre pensamientos de terceras personas por parte de los telépatas parecía un paso lógico. Era como si el poder leer la mente supusiera el poder modificarla.

Los grados de modificación variaban en gran medida según el deseo del autor, representando desde pequeñas alteraciones en la memoria hasta auténticas manipulaciones integrales que podían incluso inducir a la víctima al suicidio.

Los ejemplos son innumerables:

Isaac Asimov incluyó este poder en el repertorio de sus personajes en varias ocasiones. Dos de las más notables fueron en El Mulo (Fundación e Imperio, 1952) y en el robot R. Giskard Reventlov (Los robots del amanecer, 1983). En el primer caso, la aparición del mutante con poder para modificar el estado de ánimo de grandes masas de gente ponía en serio peligro el Plan Seldon. En el segundo, la capacidad de Giscard para bloquear e implantar conceptos en la mente humana sin dañarla le permitía guardar el secreto de sus habilidades y le facilitaba la tarea de tutelarlos.

Pero antes de Asimov, Robert A. Heinlein ya había escrito su novela Amos de títeres (1951), con sus innumerables veces homenajeadas babosas mentales. La unión física entre el manipulador y su víctima hacía más que verosímil el inquietante poder.

Durante la década de los cincuenta, esta pérdida de personalidad fue utilizada como atemorizante metáfora del proceso de socialización que seguramente debían sufrir las gentes del bloque comunista.

La inquietante pérdida del control de los propios actos, e incluso de la personalidad parece ser uno de los miedos más genuinos en el hombre social.

La nueva ola tampoco abandonó el tema completamente, y así tenemos obras como Pasajeros (1969), de Robert Silverberg, autor que explotaría la aversión social mencionada.