Territorios imaginarios
Un territorio imaginario es un lugar ficticio imaginado con el fin de servir de escenario a una historia.
No se trata de ambientaciones en lugares existentes pero alterados (p.e. una Nueva York futura o el londres victoriano del steampunk), sino de un lugar geográficamente inexistente.
La ciencia ficción, por su propia naturaleza, ha empleado una gran cantidad de territorios imaginarios totalmente inventados por los autores para ambientar ene llos narraciones que no querían ver vinculadas a ningún lugar concreto existente en la realidad.
Países y ciudades imaginarios:
En ocasiones, un autor puede imaginar un país o ciudad del que se vale para caricaturizar las actitudes de otros que, siendo reales, son el auténtico objetivo de la crítica de autor.
Un ejemplo claro de esto lo tenemos en los países Syldavia y Borduria de los cómics de Tintín. Se trata de dos países limítrofes situados cada uno a un lado diferente del telón de acero; comunista uno, capitalista el otro. Retratando la rivalidad existente entre estos dos países Hergé criticaba (o al menos retrataba) el militarismo y la escalada armamentística de la guerra fría. Syldavia y Borduria se encuentran en un lugar indeterminado de los balcanes. Su geografía exacta es imprecisa pero Hergé imaginó para ellos lengua, moneda, escudo, bandera...
Otras veces estos lugares ideales no tienen una función tan premeditada o específica sino que simplemente proporcionan un lugar para vivir a personajes imposibles en nuestro mundo real. Son ciudades igualmente imaginadas, como la Metrópolis de Superman o la Gotham de Batman, coexistentes con nuestro mundo pero al margen del mismo donde se puede desarrollar libremente la imaginería de estas series.
Tierras misteriosas y lejanas:
Un paso más allá es la creación de una isla o paraje imaginario en el que la acción discurre alejada del resto del mundo. Este recurso ha sido utilizado frecuentemente cuando las características del lugar descrito eran tan radicalmente diferentes de nuestra realidad que se hacía difícil sostener su existencia cercana sin incurrir en la inverosimilitud.
Ejemplos claros de esto son la meseta situada en la selva amazónica en la que Arthur Conan Doyle ambientó El mundo perdido y en la que imaginó dinosaurios y homínidos poco evolucionados. Tales asombrosas maravillas sería imposible que hubiesen permanecido escondidas por mucho tiempo en el mundo civilizado, por lo que sólo cabía la posibilidad de situarlas en lejanas tierras, similares a las referidas en las Mil y una noches. Tampoco Nemo hubiera podido esconder el Nautilus de sus enemigos mundiales de no ser por la porvidencial isla misteriosa en la que Julio Verne situó la base del capitán en 20.000 leguas de viaje submarino.
Este truco, por su sencillez, a sido utilizado a menudo. Desde la Utopía de Tomás Moro, pasando por las tierras que visitó Gulliver en las aventuras relatadas por el agudo Jonathan Swift a la Isla Nubla de Michael Crichton en Parque jurásico distan más de cuatro siglos y medio, pero la idea es la misma: una historia que tiene lugar en un escenario alejado de la civilización.
Como decíamos, Swift también utilizó esta estratagema en su libro de viajes imaginarios, y decenas de otros autores se han valido del mismo para diseñar partiendo de una tábula rasa una sociedad donde reflejar los vicios y virtudes de la nuestra propia. Pero, en justicia, la invención o primer uso de una tierra lejana para sostener una argumentación se la debemos a Platón y su inmensamente conocida Atlántida. Una tierra de ficción que ha alcanzado tal fama que durante más de un siglo se la ha buscado con la debida seriedad arqueológica, sobre la que aún hoy incontables personas creen en su existencia y a la que a lo largo de los siglos le han salido imitadores en todos los océanos, como las también hundidas y misteriosas islas de Mu o Lemuria.