Bomba atómica
Una bomba atómica es un artefacto explosivo que libera una alta cantidad de energía procedente de reacciones nucleares.
Existen diferentes tipos bombas nucleares, en función del tipo de reacción que libere la energía nuclear.
Tabla de contenidos
Bombas de fisión:
Las bombas de fisión o bombas nucleares son las más simples y fáciles de fabricar, razón por la cual fueron las primeras en en ser construidas, durante la Segunda Guerra Mundial.
En este tipo de bombas la reacción es la fisión de los átomos, bien de uranio, bien de plutonio. La reacción se inicia cuando un neutrón impacta contra un núcleo atómico y lo divide, liberando nuevos neutrones que impactarán contra nuevos núcleos, creando así una reacción en cadena.
En el caso de las bombas de uranio la reacción se inicia cuando dos masas subcríticas se unen. Sin embargo, la simple unión de dos masas subcríticas en una supercrítica garantiza el comienzo de la desintegración atómica, pero no una explosión violenta. Para que la explosión tenga lugar la unión debe ser violenta y acompañada por un iniciador que emita neutrones.
En el caso de las bombas de plutonio la reacción se inicia cuando una masa es comprimida de forma violenta. La masa que, originalmente era subcrítica, se vuelve supercrítica al aumentar su densidad.
Bombas de fusión:
En las bombas de fusión o bombas termonucleares la reacción nuclear no es la división de átomos pesados sino, al contrario, la fusión de átomos ligeros de deuterio (un isótopo del hidrógeno, razón por la que estas bombas se conocen también como bomba de hidrógeno o bombas H).
En la bomba de fusión la reacción nuclear deseada es la unión de átomos ligeros de deuterio y tritio (isótopos del hidrógeno) para formar Helio. La energía necesaria para iniciar esta reacción es tan elevada que, como iniciador, se emplea una reacción de fisión. Una vez iniciada la reacción, esta se propaga (reacción en cadena) gracias a que desprende neutrones de alta energía.
La energía liberada en esta reacción es muy superior a la liberada con la bomba de fisión tradicional.
La primera bomba de este tipo (un artefacto de 10 Megatones de nombre en clave "Mike") se hizo estallar en Eniwetok (atolón de las Islas Marshall) el 1 de noviembre de 1952. La temperatura alcanzada en el lugar de la explosión, de más de 15 millones de grados, vaporizó la isla. Fue la denominada "Operación Ivy".
Bombas de neutrones:
Las bombas de neutrones son una evolución de las bombas de hidrógeno.
En las bombas H cerca de la mitad de la energía liberada proviene del iniciador de fisión. En las bombas de neutrones esta proporción se reduce notablemente (hasta un 5% en algunos casos). En consecuencia, para una misma energía expansiva se obtienen unos niveles mucho más altos de raxos X y rayos gamma, formas de radiación intensas pero de mucha menor duración (un par de días).
Estas bombas, debido a la alta energía de las radiaciones que despiden, destruyen las formas vivas. Sin embargo, la destrucción material es mucho menor y, al no dejar radiación residual, la zona puede ser ocupada unos días después.
Efectos:
Una explosión nuclear produce una acumulación de efectos en múltiples ámbitos que interactúan entre ellos aumentando su poder destructor.
Destello luminoso
Se percibe inmediatamente a cientos de kilómetros a la redonda. Para una bomba de 20 megatones, puede cegar temporalmente a personas a 500 kilómetros de distancia.
La emisión de luz puede durar unos veinte segundos y ser más intensa que la propia luz solar.
Radiación ionizante:
Radiaciones penetrantes de alta frecuencia que se propagan a la velocidad de la luz. Suponen el 80% de la energía liberada en la explosión.
Debido a que son radiaciones que interactúan fuertemente con la materia, pierden intensidad con la distancia. Una bomba de un megatón mataría a todo ser vivo situado en un radio de 15 kilómetros, pero en una bomba de mayor potencia este efecto queda solapado por otros cuyo radio de acción es mayor.
Pulso electromagnético:
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La radiación anterior ioniza las moléculas de aire, arrancando electrones a los que confiera alta energía, por lo que se desplazan también a la velocidad de la luz. Este flujo eléctrico crea un gran campo magnético y los sistemas electrónicos que haya en esa zona y que no estén protegidos quedan averiados.
Si la bomba explosiona a ras de suelo o en capas bajas de la atmósfera, la alta densidad del aire frena el flujo de partículas cargadas, lo que reduce este efecto. Sin embargo, la explosión de una bomba nuclear a gran altura, en capas poco densas de la atmósfera o incluso en la estratosfera, maximiza y expande el efecto.
Por supuesto, a mayor potencia de la explosión, más energía liberada en forma de radiación ionizante y mayor potencia del campo electromagnético creado.
Onda de calor:
Se propaga inicialmente a la velocidad de la luz, pero su velocidad va decreciendo a medida que se distancia del epicentro.
Las partículas ionizadas van recuperando estados más bajos de energía y capturando algunos de los electrones liberados, lo que supone una emisión de energía en forma de radiación térmica. Al final, el 35% de la energía de la explosión se transforma en radicación térmica.
En la zona cero todo queda volatilizado. La radiación térmica se expande, provocando la combustión de todo material inflamable en las zonas próximas a la detonación y puede llegar a producir quemaduras de segundo grado a personas situadas a 45 kilómetros de distancia.
Onda expansiva:
La onda de choque o propagación de la onda de presión se desplaza a la velocidad del sonido. Se genera debido a los enormes gradientes de temperatura en la atmósfera calentada. En la zona de la explosión el aire se vuelve incandescente y alcanza una temperatura de 100 millones de grados centígrados. Este aire, por lo tanto, tiende a expandirse inmediatamente, creando la onda de choque.
Más allá de la zona ya volatiliza por la onda de calor, todo lo existente es triturado, creando un enorme cráter. El área de destrucción es proporcional a la potencia de la bomba y de la altitud a la que sea detonada, pudiendo sembrar de escombros un área de decenas de kilómetros.
Lluvia radiactiva:
Cuando todos los anteriores efectos han cesado, aún quedan varios otros que son diferidos en el tiempo.
Las partículas de polvo y cenizas, así como el propio aire, ha sido fuertemente irradiado. La inhalación de este polvo aumenta los niveles de radiación de los supervivientes.
La zona puede quedar además afectada durante mucho tiempo, dependiendo de las condiciones climatológicas. Por ejemplo, la presencia de vientos puede facilitar la dispersión de la radiación y por contra, la lluvia puede fijarla al suelo.
Ruido radioeléctrico:
Es otro efecto colateral de la radiación ionizante. El aire ionizado comienza a captar electrones libres y al hacerlo libera fotones, muchos de ellos de baja energía, produciendo una emisión que satura el ambiente e impide el paso de ondas electromagnéticas de baja frecuencia (radio, microondas...). El resultado es que se cortan las comunicaciones durante cierto tiempo, lo que se ha dado en llamar "efecto blackout". Si los vientos son propicios, la masa de aire ionizada puede dispersarse rápidamente, reduciendo este efecto.
Bombas atómicas en la vida real:
"Trinity" fue el nombre de la primera prueba atómica realizada por Estados Unidos, realizada el 16 de julio de 1945 en Alamogordo. El dispositivo explotó con una energía equivalente a 19.000 toneladas de TNT.
El 6 de agosto de 1945 EE.UU. lanza la primera bomba atómica, sobre la población civil de Hiroshima. Produjo entre 120.000 y 150.000 muertes y 300.000 heridos. Muchos de los supervivientes presentan mutaciones genéticas debidas a la radiación. La bomba, llamada "Little Boy", tenía 20 kilotones de potencia.
El 9 de agosto lanzan la segunda bomba atómica, denominada "Fat Man", de 25 kilotones, sobre la población civil de Nagasaki.
Han sido las dos únicas ocasiones en que se ha utilizado la bomba fuera de las pruebas nucleares.
Se estima que en la actualidad, Estados Unidos podría poseer un arsenal de más de 5.000 cabezas nucleares, de una potencia media de 150 kilotones.
La bomba atómica más potente construida es la bomba Tsar, un dispositivo de tres etapas que podía haber alcanzado los 100 megatones de potencia.
Bombas atómicas en la ciencia ficción:
El primer autor que parece describir una bomba atómica es H.G. Wells, en su novela El mundo liberado (1914). En ella, Wells especulaba con qué sucedería si el lento decaimiento radiactivo del uranio (que tarda siglos) sucediera instantáneamente, liberando esa enorme cantidad de energía. Por casualidad, el físico Leo Szillar dio con el libro en 1932, lo que pudo contribuir a inspirarle para describir el proceso de la reacción en cadena en 1933.
Desde el primer uso real de la bomba atómica y la constatación de su tremendo poder destructivo, ésta pasó rápidamente a la imaginería de la ciencia ficción, adquiriendo un papel muy preponderante y, en muchos casos, protagonista.
El tratamiento en estas obras ha sido muy dispar, según fuesen las tendencias y opiniones de los autores, normalmente influenciados por la época historia que les hubiese tocado vivir.
La fascinación por el poder atómico:
En los primeros tiempos de la bomba y durante varias décadas, muchos autores, mayoritariamente americanos, contemplaron estos artefactos como el arma definitiva, muy poderosa, pero absolutamente legítima. Las obras de ciencia ficción son por entonces muchas veces un reflejo del orgullo americano, maravillado por sus propios logros, y del sistema moral de este país, fundado en la defensa-ofensiva. Los militares reflejados en las obras de ficción pronto incluyeron entre su repertorio de poderes maravillosos la posibilidad de arrasar al enemigo si se portaba realmente mal. Series como Viaje al fondo del mar (1964) nos muestran la indisoluble unión de la identidad del americano con este poder que consideraban propio, mostrándonos un submarino pretendidamente destinado a investigación científica portando armas nucleares.
Otras obras más serias, como Brigadas del espacio (1959), de Robert A. Heinlein, apoyan igualmente la legitimidad de este arma aunque, si bien el Gran Maestro defendía en su novela que su uso debería ser la última opción, más allá incluso de aquellas que exigiesen el sacrificio de numerosas vidas humanas, ya que una bomba atómica no somete al enemigo, sino que lo destruye, y con él, sus preciosas tierras y pertenencias.
Pero cuando los americanos dejaron de ser la única potencia con posibilidad de construir un gran arsenal atómico (y esto fue bien pronto), comenzó pronto a surgir un grupo que alertaba acerca de la peligrosidad de esta tendencia.
El miedo a la bomba:
Sin duda, la obra más emblemática que abordó este tema fue ¿Teléfono rojo? volamos hacia Moscú (1964), donde el genial Stanley Kubrick nos enseño "cómo dejó de temer a la bomba". Pero con mucha anterioridad ya había habido otros lúcidos autores que nos prevenían con la irracional tendencia humana al conflicto armado, tendencia que había dejado de ser una anécdota sangrienta para convertirse en un serio peligro desde que se poseía la tecnología de arrasar ciudades enteras en pocos segundos. Así lo vemos en la extraordinaria Ultimatum a la Tierra (1951) o la también notable (aunque exagerada) El día en que la Tierra se incendió (1961).
Esta postura fue ganando partidarios y pronto se temió que el progreso por este camino llevaría inevitablemente a un conflicto mundial sin precedentes.
La Tercera Guerra Mundial:
El miedo a una Tercera Guerra Mundial en la que se utilizase este tipo de armamento ha sido un tema estrella en numerosas novelas, un miedo alimentado por la carrera armamentística a la que condujo la guerra fría. Las obras que muestran o mencionan una Tierra arrasada por este tipo de conflicto mundial son numerosísimas, si bien, no siempre coincidentes respecto a la importancia que se daba a los efectos de tal guerra.
Es frecuente la descripción de un escenario apocalíptico en el que se nos muestra un mundo arrasado con supervivientes embrutecidos (Un chico y su perro, Mad Max...) o en el que la civilización ha retrocedido siglos (Cántico por Leibowitz, 1955 y 1960); pero tampoco es infrecuente encontrarse alguna otra obra (sobre todo dentro de la literatura) que asume como una inevitabilidad la guerra, pero no da credibilidad a los agoreros que presumen el fin de la civilización. Así, nos encontramos civilizaciones distópicas pero ni mucho menos postapocalípticas en obras como ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) o más recientemente Ghost in the Shell (1989).
Frederik Pohl, por su parte, se interroga también sobre esta posibilidad en su relato Fermi and Frost (1985), en el cual sugiere que quizás las civilizaciones tecnológicas estén abocadas a la autodestrucción, lo que terminaría constituyendo la Paradoja de Fermi a la Ecuación de Drake.
Tras la guerra fría:
El miedo a un conflicto nuclear ha descendido mucho actualmente, gracias al fin de la guerra fría ruso-americana, y lo único que queda hoy en día de este temor son las referencias a la bomba, asimilada ya como parte de la cultura moderna, tal y como sucede en Los Simpson (The omega man, 1997) o Futurama (Yo apoyo esa emoción, 1999).
Cuando la bomba atómica adquiere cierto protagonismo en las nuevas obras ya no suele ser por su peligrosidad a nivel planetario, sino como un atributo de la maldad. Así, suele ser un artefacto manejado por militares psicópatas (Abyss, 1989; El gigante de hierro, 1999...) o una amenaza terrorista (El pacificador, 1997; Next, 2007...).
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