Literatura: El tipo aburrido de la mesa del fondo.

En las fiestas de casamiento yo soy el que se queda solo, sentado a un costado de la mesa, mientras los demás bailan fingiendo que son un trencito. Yo soy ése porque en la vida hay roles que debemos cumplir. Alguien debe ser el borracho que da vergüenza ajena, y alguien tiene que ser la yegua omnipresente con el vestido rojo, y alguien tiene que ser el novio, y alguien tiene que ser la bisabuela que fuma, y alguien tiene que ser un primo que vino desde Boston especialmente a la boda. Yo soy el aburrido de la mesa del fondo. Y no me quejo.

En realidad sí me quejo, pero no en ese momento, sino cuando me llega la invitación, unas semanas antes. En general mi vida es tranquila, previsible y cómoda. También solitaria. La llegada de una invitación indeclinable a lo que sea funciona en mi cabeza como si me echaran encima una bolsa de mierda. Me tambalea cualquier invitación. Pero las que tienen que ver con una fiesta, y de casamiento, me desmoronan.

Hay personas que tenemos una enorme dependencia del futuro inmediato, que vivimos gracias a la certeza de que ocurrirán pequeñas maravillas en poco tiempo. Por ejemplo: yo sé que en breve hay un Mundial, y muchas veces me levanto de la cama sólo por eso. O porque mi hija en cualquier momento conversará conmigo. Son detalles luminosos. Tener que ir a una fiesta de casamiento dentro de dos semanas me predispone en sentido contrario. Me amarga la vida, la llena de tormenta.

No me preocupa la idea de conseguir un traje, ni de tener que hacer un regalo. Ni siquiera pienso en eso porque ya alguien lo hará por mí. Me agobia saber que tendré que estar allí esas cuatro horas. Es únicamente eso: la sensación de pánico que me produce ver tan de cerca al ser humano convertido en trencito.

Intentaré ser claro: las tres deformaciones humanas que más miedo me dan en todo el mundo son los borrachos que te agarran, la gente grande que te cuenta chistes y los parientes lejanos.

Las fiestas de casamiento son un lugar en el que, por alguna razón misteriosa, se juntan estos tópicos nefastos. Incluso tengo un tío segundo que, él solito, cumple los tres roles maléficos de ser borracho, sospecharse gracioso y llevar mi ADN, todo al mismo tiempo.

Después de días de masticar la impotencia de tener que ir, cuando finalmente llego a la fiesta toda mi angustia se desvanece. Como dije, funciono a base de futuros felices. Y una vez que estoy ahí, con un traje horrible, con una sonrisa falsa, descubro que al día siguiente todo habrá pasado y volveré a mi vida de serenidad. Eso me alivia mucho, y desarrollo mi rol con cierta dignidad apresurada.

Mi rol en los casamientos, como dije al principio, es convertirme inmediatamente en el aburrido de la fiesta. Esto consiste, principalmente, en no reírle los chistes a nadie, en no emborracharme, en no participar en las conversaciones masculinas que giran en torno a cogerse una prima de la novia, y en no bailar ni a punta de pistola. También consiste en mirar con los párpados entrecerrados los ritos que ocurren a cada hora: el vals, la liga, la torta, el ramo, el saca la mano antonio, el cuñado gracioso y la invitación a tomar merca de un tipo que en la vida diurna te parecía respetable. Yo nada. Impertérrito. Mi función consiste en fingir que no estoy allí.

Como todo el mundo sabe, cada rol tiene un antagonista. Por ejemplo: la señorita que ocupa el rol “yegua omnipresente con vestido rojo”, que por lo general es una separada joven que, mires para donde mires, la ves bailando; tiene su antagonista en el tipo grande que cumple el rol de “baboso con corbata en la cabeza que se sospecha inmortal” y que está siempre con un vaso de whisky porque asegura que le ha pagado al mozo para que le sirva del bueno.

El baboso es un antagonista activo y debe molestar a la yegua. Está escrito. Su consigna secreta, su tarjetita del TEG, dice: “Ocupá seis países de Asia o cogéte a la de rojo en un ligustro”. Y el baboso con corbata en la cabeza va hacia donde lo manda el instinto natural.

Yo también tengo un antagonista activo, y lo digo con pesar. Se trata de la simpaticona medio borracha que quiere sacar a bailar al aburrido. Ésa es su consigna en la fiesta. Sacarme a bailar; a toda costa.

Las chicas que cumplen el rol de “simpaticonas” no tienen ganas de bailar conmigo, ni de bailar a secas: ellas lo que quieren es convertirse en la que logró un imposible a base de simpatía. La simpaticona quiere demostrarle al mundo que yo no bailé con la yegua, ni con la novia, ni con nadie más que con ella. Y usará todas sus armas, que en general son siempre las tetas y su premeditado vaivén, para conseguirlo.

Debo decir, con cierta vanidad, que hasta el día de hoy ninguna simpaticona lo ha logrado. Y conste que en ocasiones simpaticona y yegua conviven dentro de un mismo cuerpo físico. Pero mi voluntad en los casamientos es de hierro; es lo que tengo. Nunca he bailado. Nunca he sonreído. Sólo he fumado como un escuerzo, he bebido cocacola y he mirado el reloj hasta que alguien me ha dicho la frase redentora: “Voy para el centro, si querés te acerco”.

Otro antagonista directo de mi rol es el “denso al que todo el mundo le escapa”. Este papel infame suelen desarrollarlo mucho los cuñados, los funcionarios administrativos y los maridos cornudos. Son tipos normales hasta que promedia la cena, pero se conoce que el vino tinto los desquicia. Una vez que el tipo descubre que nadie más le ríe los chistes, y que por donde él pasa se hace un hueco, ve en el fondo del salón a la única presa sentada. Soy yo. Entonces viene, se invita, y empieza.

El denso generalmente está erecto. Me cuenta chistes sexuales, me saca un cigarro del paquete, me pega palmadas amistosas. Yo aprieto los dientes y miro la hora, porque sé que falta poco para que la simpaticona vuelva a intentar llevarme al baile. Es lo que llamo, en términos científicos, “simplificación de antagonistas”.

Cuando llega la simpaticona y yo le digo que no por enésima vez, el denso erecto borracho le enfoca las tetas vaivén, le dice groserías de albañil en hora punta y me la espanta. Una vez que la simpaticona se ha ido, miro al baboso como si fuéramos amigos de toda la vida y pronuncio la frase salvadora: “Esa mina está con vos, ¿viste cómo te miraba?”, y entonces él también se va a buscarla, y así los dos antagonistas naturales me dejan por fin solo, con mi sufrimiento ancestral. Sé muchísimos trucos como ése.

En las bodas todo el mundo tiene su antagonista. Todos ellos, y yo también, estamos allí componiendo la coreografía del caos. Tenemos un mandato y lo cumplimos. A la yegua le ha tocado sacar a pasear un lomo, al consuegro le ha sido dada un chaleco enorme con reloj de oro, a los niños los han vestido idénticos y les han dicho troten alrededor de las mesas pegando alaridos, a una gorda le han dicho que llore porque no ha conseguido el ramo, a un morocho le han dicho vos poné el toque étnico, a un tarado le han propuesto que no lleve traje sino vaqueros para demostrar algo... Y a mí me dijeron andá a ese casamiento que necesitamos un aburrido; andá, sentate al fondo y pensá con resignación en quiénes somos y por qué vivimos.

Y no me quejo, porque alguien tiene que hacerlo: la vida sería un disparate si todos, absolutamente todos, fingiéramos al mismo tiempo que somos un trencito de imbéciles bailando la conga; si nadie se quedara quieto en la oscuridad, con gesto incrédulo, sintiendo fascinación por la condición humana.

Hernán Casciari
Escritor y periodista.

www.orsai.es

Artículo íntegro.

 

 

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