Flores en la nieve.

Fragmento.

Miro por la ventana: está cayendo una fina lluvia de intensidad melancólicamente moderada en un ángulo estimado de quince grados con la vertical, suficiente para desequilibrar la vista y conseguir que todo se perciba ligeramente ladeado, como a través de los ojos de un paticojo. Ocho metros más allá del cristal hay otra fachada, otra ventana, otra habitación delimitada por seis caras de hormigón racionalmente distribuidas paralelas dos a dos. Vacía quizás, o quizás con una mesa. Me la imagino con el hormigón basto, desnudo, frío e hiriente; pero, quizás, con esa mesa, un robusto escritorio libre de estorbos. Me introduzco en ese espacio apresado, en esa nueva conquista del hombre sobre lo intangible, en ese cofre que contiene… nada, no sé, cualquier cosa: nada.

-Es hora de volver a casa.

Asiento con la cabeza, recojo mi abrigo y le sigo escaleras abajo hacia el coche.

Durante todo el trayecto no hablo -eso creo-. Me dedico a mirar por la ventanilla la lluvia, cuya intensidad y ángulo es difícil de apreciar debido a la velocidad, y que ya no sé si es gris y melancólica ni perturba mi visión, provocándome esa ligera extraversión, esa proyección de mí mismo un poco hacia atrás, un poco a la derecha, un poco arriba, lo justo para ver mi propia cabeza en escorzo y no llegar, sin embargo, a observarme la cara.

Bajo del coche y me despido hasta el día siguiente. La lluvia me golpea desde la derecha con su ángulo de quince grados y tiende a acercarme a la pared hacia la que me siento atraído con una especie de vértigo, como si fuera el suelo el que anduviese ligeramente desequilibrado. Al entrar en el portal cesa ese cúmulo de fuerzas que tiran de mí en diferentes direcciones y la calma que sobreviene me deja un tanto desconcertado, sin saber qué hacer ahora que no me empuja nada. Subo las escaleras porque es lo que he hecho siempre. En mi habitación pongo algo de música, muy suave, y me dirijo a la ventana.

El mundo sigue desequilibrado hacia la izquierda, como si en esa esquina de mi ventana se encontrase el desagüe por el que se cuela la lluvia, la hierba y los coches. El verde y el gris combinan bien. Nadie pasea, no hay perros ni gatos, únicamente agua sucia y paredes cuya pintura no maquilla el hormigón. Abajo, en el suelo, algunas manchas verdes nadando en barro.

Cojo el teléfono y marco su número. No se oye ningún sonido. Por fin, la voz de la operadora. Me habla en catalán. Me informa de que es imposible encontrar el número marcado. Su teléfono ha sido desconectado.

Cuelgo y me quedo mirando el aparato. Me da la sensación de que está inclinado hacia la izquierda.

Con una descarga inicial, el gas de los globos de las farolas va ganando progresivamente intensidad y escojo ese momento para escapar de mi aletargamiento.

Al girarme, dando la espalda a la calle para afrontar mi habitación, mi vida, imagino que una mano -la mía- agita el agua del pozo donde he estado mirando, borrando así la imagen reflejada de una flor naciendo entre la nieve.

 

 

 

Alex

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