Sin título.
Ganador del 5º certamen de relatos de la UBU.

Estaba mirando el fondo de la pared, la pared en blanco, ese fondo que se encuentra unos milímetros más allá de la superficie que se considera el “límite” de la pared, la frontera física entre una habitación y otra. Miraba aquel fondo que a casi todos pasaba desapercibido y veía multitud de cosas, universos de posibilidades proyectados por su imaginación sobre aquel espacio inexistente, escamoteado a la realidad para servirle como soporte físico a su mente, a su voluntad.

Instantes maravillosos seguidos de una frustración tan intensa que le desgarraba; bañada de rabia, escurría por las rendijas de su piel e impregnaba su interior lentamente, como una piedra porosa que almacena agua, la inserta en su cuerpo y la hace suya. Agua en las piedras, ese era el milagro que podía conseguir, ningún otro. Sus sueños, visualizados en la pared, no eran más que alteraciones eléctricas en el córtex, menos sustanciales que un soplo de aire.

Giró la silla de ruedas para enfrentarse a la habitación. Almudena estaba mirándole, silenciosa y grave, como siempre. Quiso imaginarse que ella no estaba, alejarla y vaciar la habitación, hacerla a un lado y despreciarla para poder despreciarse a sí mismo, lanzar todo su sarcasmo y su ironía con el simple gesto de sonreír a medias, fingir que ella no estaba, que ese gesto que le dedicaba lo lanzaba al aire sin más, contra sí mismo tal vez; pero nunca hacia ella. Ella no era nada, porque nada podía hacer por él. Ella no era nada porque su presencia insistente insistía sobre su incapacidad, porque su ayuda era sal en las heridas.

Sonrió a medias como pretendía hacer y se arrepintió. La odió en un breve instante de furiosa envidia, de ávida búsqueda de culpables, de rechazo.

Almudena no hizo ningún movimiento, su expresión no cambió un ápice. Últimamente su presencia se había vuelto oscura, tan suave y solícita como siempre; pero ya nunca sonreía, sólo miraba.

Sentado en la silla de ruedas, observándola, la vio en aquella otra vez en que le había gritado e insultado hasta hacerla llorar. Se había sentido poderoso, por una vez después de mucho tiempo, haciéndola daño, destruyendo todas sus buenas intenciones, sus ansias por ayudarle, por sostenerle. Ella lloraba y sus lágrimas alimentaban el deseo de hacerla daño porque no se sentía capaz de dar un paso atrás y abrazarla, porque se sentía estúpido abrazándola cuando sólo podía abarcar sus piernas, besar su vientre y su cabeza quedaba arriba, en otra esfera de existencia, tan lejos de él como el juez del reo.

Ella no tenía la culpa, lo sabía y aquello sólo conseguía hacerle sentir peor.

Almudena silenciosa, esperando. Ya nunca sonreía.

Aún sacaba su sonrisa los primeros días, su maravillosa sonrisa cuando había intentado darle ánimos diciéndole que se recuperaría; tampoco la había perdido más tarde, cuando ya era innegable que la lesión era irrecuperable y trataba de consolarle y le decía que le quería, que nada de aquello importaba.

Y ahora aguantaba a su lado aunque nada era como lo habían imaginado, cuando los viajes y los planes habían sido cancelados, cuando el hombre amable que iba a ser el padre de sus hijos se había convertido en el detestable ser atado a una silla que disfrutaba maltratándola.

Sintió miedo de que ella nuca volviera a sonreír.

La miró. Seguía esperando, como una esclava. ¿Cuánto quedaba para que le odiase? Quizás no mucho ya. Su piel pálida contrastaba enormemente con su indumentaria y su melena negra levemente rizada; parecía un fantasma penitente o una viuda prematura, su cara siempre triste y algo alejada de lo que la rodeaba, cansada de tanto dolor.

Seguía a su lado por el simple deber autoimpuesto, como un enterrador aburrido que espera a que el cura diga las últimas oraciones para arrojar la primera palada que indicará el final..

El instante se mantenía en animación suspendida, los pensamientos de ambos abismados e inaccesibles. Buscó algo que decir y al final resopló a modo de llamada de atención.

-Vamos fuera -dijo.

Ella asintió levemente con la cabeza, los ojos vidriosos y distantes. Abrió la puerta, tomó la silla por detrás y comenzó a empujarla. Se dejó llevar hasta superar el leve resalto del rellano de la puerta, luego tomó las ruedas y le arrebató el control.

-Puedo yo solo -dijo con aspereza.

El ascensor, la rampa del portal, la puerta de salida... aún había otros muchos obstáculos que le obligaron a aceptar su ayuda donada con impersonalidad mecánica. Una vez en la calle quiso volver a llevar la silla, hacía girar las ruedas con potente brusquedad deseando dejarla atrás sin aminorar el ritmo a pesar de ser plenamente consciente de que para él era más fácil ir rápido y que ella tenía que apresurar su paso para seguirle, como un perrillo centinela.

La leve superioridad que le confería la máquina se despojó de todo triunfo al llegar al cruce de la carretera. Los bordillos no estaban rebajados. Bajó el primero con un leve golpe -tud- y cruzó el paso de cebra lo más deprisa que pudo para ganar tiempo, pero al llegar al otro lado se atascó, las ruedas no querían subir esos pocos centímetros de hormigón.

Almudena llegó a su lado, su respiración se había vuelto profunda y controlada, agitada por el esfuerzo de perseguirle sin dar a entender que aquello era una molestia. Se extrañó de que no intentará ayudarle inmediatamente, de su inmovilidad. Le dio miedo, el mismo miedo, acentuado por la realidad, de pie junto a él. Estaba en la carretera, la gente pasaba, algunos miraban y murmuraban. Se sentía el centro de atención del universo entero, que inopinadamente, giraba a su alrededor en una feria burlona. Pero a Almudena no parecía importarle, parecía disfrutar.

Tuvo ganas de llorar. De impotencia, de miseria, de pura pena por sí mismo. Y por ella, por haber conseguido, finalmente, depositar en su alma dulce el primer deseo sádico.

-Ayúdame, por favor.

Lo dijo con un murmullo, tan ligero que sin duda ella debió sospechar, por más de una razón, que había sido simplemente su imaginación, su fantasía consumada. Luego reaccionó. Apenas una fracción de segundo para volver a la realidad, para recorrer un camino vertiginoso desde la noche a la luz. Tomó la silla, hizo palanca con el pedal y superó rápidamente el bordillo. Siguieron calle abajo, Almudena erguida, a su lado, ligeramente retrasada, siguiendo el ritmo suave del paseo, las manos a la espalda y un germen que no se atrevía a ser sonrisa, como una pizca de luz que arrebata el protagonismo en un paisaje sin ningún otro matiz.

 

Alejandro González

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