Motor analfabeto.

Leyendo un famoso libro muy elogiado por su estilo novedoso, he tenido una serie de revelaciones que me han dejado preocupado, helado, clavado en mi sillón orejero.

Primera revelación: De entre todos los campos de aptitud humana, aquel que tiene que ver con la expresión escrita o hablada es el que peor se me da. Nada que objetar. Ha sido una constatación triste, pero en absoluto conmocionadora.

Lo que me ha dado una verdadera medida del universo y, por lo tanto, lo que me ha colocado en mi sitio, lo que me ha hecho ver lo diminutos y risibles que somos en relación con nuestro entorno, ha sido la concatenación de esta segunda revelación estrechamente relacionada con la primera.

Segunda revelación: Mi destreza en el campo de la expresión oral, y sobre todo de la expresión escrita, está por encima de la media nacional, sin lugar a dudas.

¿Qué terrible conclusión se saca de todo esto? Que la mayoría de mis compatriotas rozan el analfabetismo. Yo, tuerto, soy rey en el país de los ciegos. No es para sentirse orgulloso. Por lo menos yo me siento profundamente asqueado.

Esta desagradable ilación de pensamientos me hacer considerar el número de personas que pueden estar interesadas en leer este mismo artículo, esta opinión personal y subjetiva que ahora mismo escribo.

Sin querer entrar en estadísticas acerca de la accesibilidad y el interés real que puede suscitar el texto, ya es suficientemente descorazonador.

Pero retomemos el tema inicial y vayamos más allá, hagámonos esta pregunta: ¿Quién demonios mueve intelectualmente este país? A priori podríamos colegir que una pequeña elite (sic) que lee, escribe y divulga sus ideas. Y que arrastra detrás a una masa que ni lee ni escribe, pero que también divulga sus ideas: qué equipo de fútbol es mejor, por qué este coche es mejor, qué ropa sienta mejor y, finalmente, cuestiones como qué sería lo mejor para solucionar problemas como la Seguridad Social, la inmigración ilegal, el terrorismo o cualquier idea acerca de qué grupo político sería el mejor gobierno. Todo el mundo cree saber qué es lo mejor y encima tienen derecho a voto.

¿Aún no tenéis miedo? Está bien, sigamos avanzando en este historia digna de Orwell. ¿De dónde saca nuestra querida masa de borregos sus ideas acerca de lo que sería mejor? De ese diminuto reducto de intelectuales que hemos determinado antes. Conocen la realidad a través de ellos, reciben las opiniones convenientemente desarrolladas y envueltas en papel de regalo, listas para ser usadas y con un manual de instrucciones para su defensa.

¿Seguís impasibles? Enton-ces analicemos quiénes son estos supuestos intelectuales que mueven la opinión y crean el discurso de nuestra sociedad.

Nadie puede discutirme que los principales grupos de influencia se expresan por la televisión, y que los programas más admirados y, por lo tanto, aquellos cuyos protagonistas se convierten en ídolos a imitar son simples divertimentos sin sustancia como los deportes (cuna de magníficos pensadores y fuente inagotable de frases, auténticas perlas del saber como "el fútbol es asín"), los de famosetes (desde la crónica rosa más o menos chabacana hasta la cutrez desmedida de los debates-jarana) y los telediarios, verdadero (y único) balcón para expresar seudo-idearios políticos.

Mal panorama.

Cifremos nuestras esperanzas en una supuesta corriente subterránea de libre pensamiento que a su vez ejerce influencia directa sobre los forjadores de opinión antes expuestos, una pequeña fuerza capaz de tutelarnos en la sombra. Escritores, columnistas, filósofos, profesores de universidad, estadistas... la flor y nata, lo mejorcito de lo que somos capaces de ofrecer.

¿Y esto es lo mejor que somos capaces de ofrecer? Decepcionante.

Hay muy honrosas excepciones, cada uno de nosotros podría mencionar a diez personas lúcidas, críticas y constructivas, ejemplo a seguir; pero por cada una de estas personas nos vienen a la mente otras diez cuya desaparición sería netamente beneficiosa para la higiene mental del rebaño. Intelectualoides frustrados que se creen demasiado listos y, en general, gente que no ha sabido ganarse la vida de una forma productiva para la sociedad y la parasita haciéndonos creer que son necesarios.

Comprendo su negativa a admitir que su vida carece de sentido y que su mera existencia es negativa; pero esto no debe ser impedimento para que les demos de lado. Sin público que beba sus necedades terminarán marchitándose y desapareciendo. Así quiero creerlo.

Voy a retomar mi libro, quizás saque algo más en claro. Por el momento voy a optar por no creerme nada de lo que me digan, como un nihilista imposible, como un estricto Descartes. Comparando mentiras se puede llegar a la verdad.

 

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Artículo íntegro

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