Ana.

Nací el tres de mayo de 1940: ese mismo día murió mi madre. Supongo que desde ese momento me persiguió la sombra de quien no tiene capacidad de elegir a quién quiere recordar. Mi padre tenía entonces sesenta y dos años, era mucho mayor que ella. Cuando tuve conciencia, empecé a hilar en mi mente el sentimiento de culpa: ¡No matarás! Y, en las catequesis, aquellas palabras me parecían una acusación directa. Tuve miedo de ir a la iglesia y me negaba a hacer la comunión. Mi padre no comprendía, me gritaba a veces y yo me asustaba, y creía que él debía odiarme porque indudablemente, a cada momento yo le recordaba la muerte de su esposa.

Tenía un hermano. Mi plenitud, mi adorado hermano, mi orgullo en la palabra y mi emoción más intensa en cualquier referencia directa que a él se haga. Se llamaba Felipe y tenía apenas cuatro años más que yo. En mi pueblo éramos pocos niños, eso le hacía aún más cercano. Teníamos que tomar la comunión juntos, yo me negaba... me negaba obstinadamente... él me pidió que le acompañara sin necesidad de extenderse. Me entregué. Fue lo más parecido a una promesa que tuve en mi vida. Ese día mi padre sonreía mucho, a mí me daba miedo por lo inusual. Nunca tuve hacía él un sentimiento puro: me refiero a estrictamente diferenciado, sin contradicciones, quizás porque creí que a él le pasaba lo mismo conmigo; entre el amor y la furia, un torbellino intenso que siempre dejó en mí una ligera sensación de presión sobre el pecho. Ésta se incrementó cuando a su muerte, con setenta y cuatro años, dejándonos huérfanos a mi hermano y a mí, no supe si despreciarle o permanecer allí, abrazando su cuerpo blanquecino y gélido. Mi hermano se acercó, acarició mi brazo para atraerlo hacia sí y después cogió mi mano entre la suya sin decir una palabra.

Ese día pasamos a "pertenecer" a mis tíos. Yo no podía evitar visualizar a Felipe y Ana como objetos portátiles que ocupan un espacio que quema antes de volver a ocupar otro.

Eran tiempos de posguerra y la vida en casa de mis tíos no constituía ningún préstamo. Felipe y yo comenzamos a trabajar en el campo desde el día inmediatamente posterior a la muerte de nuestro padre. Marta y Agustín tenían cuatro hijas con las que adoptaban una actitud condescendiente. Ellas acudían a la escuela y nosotros sembrábamos, recogíamos, sudábamos cada lenteja que caía en su mesa. Felipe era silencioso y, en parte, yo amaba el campo en cuanto que me permitía alejarme de las ruidosas de mis primas. Agustín venía con nosotros. Nos despertábamos a las cuatro de la mañana y sólo volvíamos a casa al atardecer, para cenar sopa de ajo y dormir.

Al cabo de un año mí tío empezó a hablarnos de la desnudez de nuestros cuerpos, de los besos y los secretos de quienes en mayor profundidad se conocen; y nos instaba -a tenor del respeto que le debíamos- a dejarnos guiar por él. Así es cómo recuerdo el primer beso entre Felipe y yo; así es cómo recuerdo el conocimiento de nuestros cuerpos que aún se estaban formando, explotándose, estremeciéndose en el placer que, siguiendo las indicaciones de nuestro tío, entre la obligación y el deseo, nos veíamos abocados a sentir. Recuerdo también cómo nos observaba atento mientras se masturbaba, al principio guardando distancia, más adelante eyaculando sobre nuestros pies. Recuerdo la pesada culpa que sobre mí caía al desear a mi hermano en aquel colchón diminuto y rancio en el que cada noche dormíarnos. Recuerdo la inmunda repugnancia que sentí al no poder evitar asociar mi amor por Felipe al rostro de mi tío observándonos, aquella indefensión a la que me sometí al aceptarme como inmoral, desde un principio y hasta el fin...

Pero a Felipe lo amaba, no sé si él supo alguna vez cuánto. Lo amaba con tal intensidad que no deseaba someterle a mi carga. Tenía que alejarme de él y lo pensé durante dos años en los que no fui capaz, a pesar de planteármelo cada día. Mi egoísmo parecía vencer a mi amor, y mi tortura al resto de los sentimientos. Comprendí entonces la dureza en el vivir de aquél para el que todo su sentido se desborda hacia otro ser, la sequedad de aquél que sin la vida del otro no tiene existencia, y con la del otro son ambas las que se destruyen. Comprendí esto y, pasados más de setecientos cincuenta días, tomé la decisión de limitar la respiración de mi existencia a las cartas de amor que, durante toda mi vida, escribí a Felipe y que, ahora, se amontonan sobre su lápida.

 

 

María

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