Vergüenza.

Ha vuelto esta alarma que estrecha el corazón, esta suma de miedos ilógicos que la encierran en una campana de incomunicación, este sentirse indefensa, frágil, vulnerable a cualquier mirada y ante cualquier mirada vulnerada, la inquietud, el qué hacer, cómo moverse, el mostrar gestos tranquilos, cordiales, y el pulso desbordado que le provoca en los senos un cosquilleo nervioso, efervescente, arrastrándola a un tumulto de palpitaciones que se agitan y revuelven entre ella y el mundo. Y las caras se le alejan, hasta hacerse insalvable la distancia.

Pero con la gente es peor. La gente mira, habla, o se calla y es peor, se mueve. Hay que guardar una cierta armonía con los movimientos de la gente; ella que es naturaleza discordante, se siente extraña ante sus semejantes, tosca, insegura, quebradiza, cuando hay miradas desconocidas fijadas en ella. Cuando eso ocurre, cuando expuesta a ojos ajenos se siente descubierta en sus miserias y carencias, la ansiedad le diluye la voluntad. Se vuelve toda transpiración y temblores, malos humores anegando toda posibilidad de resistencia y en su pecho sólo cabe la derrota. Su juicio negado busca la huida, y en esa idea se arremolinan atribulados los sentimientos.

La memoria viene después a removerle la calma y mostrarle su ridículo. Desnuda ante su vergüenza, a su juicio, el ánimo se vuelve bajeza, vergüenza que ante vergüenza clama y en vergüenza cae el alma ruin que presta sus gestos al cuerpo. Ven otros, cree ella, los gestos de la vergüenza y juzga en vergüenza y por vergüenza rechaza y en vergüenza siente.

Aún hay tardes de inquietud en las que, muda y quieta como antaño, no halla tono ni palabras para hablarle, y no hay gesto de él, palabra suya que no la cause.

 

 

Nayara

Índice de revistas
Página principal de Alt+64