Y volver, volver, volver...

Estudio es ayuntamiento de maestros
e de scolares que es fecho
en algún lugar con voluntad
e entendimiento de aprender los saberes.

Alfonso X. Las Partidas

En el itinerario vital de las personas de hoy en día, el proceso de aprendizaje formal suele recorrerse habitualmente en las etapas de la infancia y de los primeros años de la juventud.

Sin embargo, son tantos y tan rápidos los cambios que suceden a nuestro alrededor y tantos, por otra parte, los territorios del conocimiento inexplorados al obtener el certificado oficial de titulado superior, que la idea de que los ciudadanos del primer mundo vivimos inmersos en un proceso de educación permanente no es algo baladí en los albores del siglo XXI.

Y así sucede que, intentando adentrarnos por esas veredas, no pocas personas nos embarcamos, al llegar a lo que damos en llamar la mediana edad, en la aventura de retornar a las aulas de la Universidad.

Pero ese retorno no nos aporta, en mi opinión, únicamente saciar el hambre de saber. Puestos en esa tesitura recorremos el camino, iniciamos nuestro tránsito por los pasillos de la facultad con emociones encontradas: con curiosidad, con temor, con un cierto escepticismo ante los paisajes y los paisanajes del viejo-nuevo mundo que nos disponemos a descubrir o a revivir.

Ciertamente, las sorpresas y las sensaciones son muchas. Más allá de lo que nos exige el reto del estudio en sí mismo -hay que currarse los temas para estar a la altura del nivel que el ego nos exige a estas alturas de la vida, cuando descubrimos que la aventura en que nos hemos embarcado supone un serio ejercicio para nuestras ya un tanto maltrechas neuronas- nos sumergimos en un entorno que no deja de ser chocante para nosotros.

Las sensaciones que nos embargan al tomar nuestro primer café, nos empujan, sin apenas ser nosotros conscientes de ello, al rincón más oscuro de la cafetería. Nos asombra y nos desconcierta que la historia de la música haya seguido su curso tras grabar Pink Floyd The Dark Side Of The Moon y oímos nombres y ritmos que nos azoran.

Nuestro aspecto personal, que creíamos discretamente progresista, destaca entre pantalones ceñidos, rizos imposibles, aros en orejas que nunca pasaron ningún Cabo de las Tormentas, cuerpos horadados por los lugares más inverosímiles; destaca digo, por las sospechosas curvas abdominales, ese cierto clareado capilar, el cordoncillo al cuello que sostiene anteojos de media luna, fieles compañeros de nuestras inquietudes intelectuales de los últimos años, lo inadecuado de los vaqueros levys etiqueta roja que arrasaron otrora…

En los rincones de la facultad vemos máquinas que, a pesar de ese barniz de persona tecnológicamente avanzada con el que nos presentamos en los cocktails del trabajo, nos desconciertan: fotocopiadoras con lector de banda magnética, pantallas táctiles para informarnos sobre los horarios de despacho de nuestro profesorado, y, el colmo del desasosiego, salas de ordenadores, en las que recogerse para acceder a los comunicados que se supone que debemos leer en las news o en los cursos virtuales del departamento de nuestro profesor.

La cosa se complica y nos lleva al sonrojo cuando, ese día que nuestros compromisos nos han impedido ir a clase y pedimos a nuestro compañero de mesa los apuntes, recibimos por respuesta una críptica frase que nos envía a buscarlo en el rincón del vago.

El rubor vuelve a nuestra cara cuando nos enteramos que se trata de elrincondelvagopuntocom o sea, otro islote por conquistar de ese mundo que nos va pareciendo cada día más la terra ignota.

Pero, apoyados en una columna del claustro, buscando el confortable aire cálido de la tarde de otoño, mientras contemplamos tanta alma joven esparcida por el green, charlando, riendo, soñando, amándose, entrevemos poco a poco que todo eso no es más que el rumor de la vida.

Y comenzamos a intuir que se trata del mismo rumor que, aunque a nosotros nos parecía rugir incontenible, se llevaba plácidamente el aire de la tarde en los años de nuestra primera etapa universitaria.

Y es que no podemos evitar la sospecha de que aunque esos caminos del saber sean siempre nuevos para cada individuo, aunque cada cual haya de recorrerlos por sí mismo, no dejan de ser un itinerario que nos parece siempre diferente, pero que siempre es el mismo: el camino de vivir.

 

 

JMMB

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