Cuarta columna: El testigo.

Estoy escondida en mi agujero, viendo a la policía observar la habitación con desgana y hastío. Es una habitación fría y húmeda, malamente iluminada por la luz débil y mortecina que se cuela por la ventana. Contra el cristal golpetean las gotas de lluvia.

Un agente con guantes de látex recoge la botella vacía de whisky, mientras el fotógrafo toma fotos del cadáver que yace en el suelo, con la cabeza reventada y bañado en su propia sangre. El cuerpo todavía está caliente cuando rodean su silueta con cinta de embalar y lo cubren con una manta.

Es un evidente caso de suicidio. La puerta estaba cerrada por dentro, al igual que la ventana. La botella vacía sobre la mesa, la mano derecha sujetando todavía de forma laxa el revolver, sucia de sangre por fuera pero limpia por dentro y con restos de pólvora que revelará el laboratorio.

Pese a la desgana con que registran la habitación, tarde o temprano encontrarán mi agujero, me sacarán de mi escondite y me llevarán a la comisaría donde ayudaré a completar la investigación y confirmar la conclusión del suicidio.

Un suicidio tan evidente que nadie me culpará de la muerte, pese a que soy yo quien lo ha matado.

Soy yo quien atravesé su parietal y recorrí todo el interior de su cráneo, desgarrando la materia gris a mi paso hasta salir de nuevo de su cuerpo con la fuerza suficiente para clavarme en la pared, en un agujero del que, ahora mismo, un policía saca mi cuerpo ensangrentado para meterme en una bolsa de plástico y empaquetarme con el resto de las pruebas.

 

 

Carbunco

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