Nadie duda de la capacidad de la Universidad como herramienta de formación académica: la oferta de las numerosas titulaciones, tanto de letras como de ciencias, proporciona individuos altamente capacitados para desarrollar su actividad profesional dentro de la sociedad y contribuir a su perfeccionamiento.

Sin embargo, el siempre creciente conjunto de conocimientos y técnicas hace difícil obtener una visión global del mismo y cada vez es mayor una tendencia a la especialización que separa a humanistas de científicos, así como a numerosos grupos dentro de estos. De esta forma los estudios realizados llegan a ser un código de identificación tan significativo como en el pasado pudo serlo el origen familiar.

Esta especialización -necesaria por otra parte para un trabajo eficaz- está conduciendo a un distanciamiento entre facultades, a veces incluso, fomentado desde los mismos individuos. Es fácil ver que mientras en la facultad de Humanidades se piensa que un técnico es alguien que carece de la inquietud y sensibilidad necesaria para interesarse por las artes, desde la Politécnica se mira al resto de facultades como la opción de aquellos que no son capaces de entender la física o las matemáticas.

Este desconocimiento y alejamiento mutuos suponen una terrible pérdida de experiencias que puestas en común enriquecerían a todos.

Por otra parte, y debido a su propia naturaleza, la Universidad es también un punto de encuentro para gentes de diferentes culturas y países, un lugar común para personas con muy diversos orígenes y desarrollos, todo lo cual le confiere un potencial humano inestimable que es desaprovechado.

Por último, la formación personal no puede acabar al salir del aula, debe continuar abarcando cuantas materias despierten la inquietud del individuo. Una educación multidisciplinar favorece la comprensión y la colaboración.

Así, la Universidad fracasa como herramienta de formación humana.