Políticamente Correcto

¿Alguien más aparte de mí está sobradamente harto de escuchar la maldita expresión "politicamente correcto"?

Es la última contaminación mediática que encauza nuestro comportamiento social. Cualquier ciudadano mentalmente no divergente que quiera aparentar normalidad e integración en el entorno, que pretenda dar una imagen de productividad y cordialidad no puede dejar de ser "políticamente correcto".

Sospechoso.

Comparémoslo con otras modas anteriores, como por ejemplo la "chiquiterías". ¿Quién de nosotros -sonriendo campechano y manoteando en el aire- no ha exclamado alborozado: jooorl? Amigos míos, no puedor. Resulta curioso comprobar cómo su influencia aún se deja notar como marca imborrable de toda una generación. Es como la canción de Barrio Sésamo: quien no la sepa es que tiene menos de quince años o más de treinta y cinco.

¿Pero quién fue el ingenioso humorista que puso de moda el "políticamente correcto"? Es más, ¿en qué consiste ser políticamente correcto?

Cada vez más, parece que esta imagen se consigue expresando con tibieza cualquier tipo de opinión. No queriendo faltar al respeto a nuestros interlocutores, no expresamos frontalmente nuestro desacuerdo y evitamos conflictos innecesarios. Para no sonar mal a los oídos, evitamos palabras malsonantes, calificativos excesivamente duros, opiniones discordantes y tan sólo nos explayamos en loas cuadriculadas. En definitiva, lo que inicialmente se había tomado como sinónimo de mantener un talante conciliador, hoy en día viene a significar "no mojarse".

Pero es que el giro está corrompido desde sus inicios, en su misma etimología:

Políticamente: Conforme a las leyes o reglas de la política.

Correcto: Libre de errores o defectos, conforme a las reglas. Dícese del lenguaje, del estilo, del dibujo.

Lo unimos y nos queda que expresarse de una forma políticamente correcta viene a significar que nos expresamos conforme a las reglas de la política.

Seamos sinceros: ¿quién quiere que le comparen con uno de nuestros actuales políticos? Es conocido el juego de palabras mujer pública, hombre público; o el chiste aquel de ¿cuál es la profesión más vieja del mundo? Vamos, que la mayoría de nosotros no veríamos diferencia si nuestros diputados dejaran el Congreso y trabajaran en la Casa de Campo.

¿Qué es lo que nos mueve entonces a llevar nuestra corrección hasta extremos de cualidad política? Soy un poco mal pensado, pero me aventuraría a decir que el borreguismo, me temo. De alguna forma se puede intuir que la degeneración práctica del termino ha derivado de la aplicación de una serie de valores que no se entienden muy bien, como pueden ser prudencia, medida� De ahí se pasó a una cortesía aparente, interesada. Ha sido un proceso de identificación retorcido, como casi todo lo que tiene que ver con los que quieren el poder o quieren mantenerse en él. Primero nuestros políticos pervirtieron el sentido original de la palabra que les definía y, cuando el proceso fue completo, trabajaron para que la nueva acepción fuera socialmente aceptada, tomada como intrínsecamente buena. La manipulación del lenguaje siempre ha sido su mejor arma.

Afortunadamente, hoy en día nos vemos libres de los grandes oradores que antaño eran capaces de enardecer a una muchedumbre y modelar los intereses de un pueblo para adecuarlos a su propio capricho. Los mediocres representantes que nos lideran no tienen aptitudes suficientes como para convertir a un centenar de personas en una jauría furiosa en demanda de justicia; tan sólo aspiran a que no les demos muchos problemas y nos comportemos como dóciles corderitos políticamente correctos. Nos hablan suavemente al oído y adormecen nuestras conciencias con un discurso tan monótono que es hipnótico:

No te excites, nada es tan importante como para que exija que te levantes del sillón. La nación sigue su curso sin tu colaboración, con tu colaboración, gracias a tu colaboración, a pesar de tu colaboración. Es así, siempre ha sido así, siempre será así, es mejor así.

¿Para cuando una revolución?

¡Ja!. Disculpad que me ría, no puedo evitarlo cada vez que oigo este arcaísmo. Me temo que ya nunca más veremos una revolución; para nosotros tan sólo serán cuadros viejos en los museos o fotos en los libros de historia.

 

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